Con Pedro, siempre
Once años de pontificado por el camino de la misericordia y de la paz.
Andrea Tornielli
En el silencio ensordecedor de la diplomacia, en un panorama caracterizado por la ausencia cada vez más evidente de iniciativa política y de liderazgo capaz de apostar por la paz, mientras el mundo ha iniciado una loca carrera armamentista asignando a sofisticados instrumentos de muerte sumas que serían suficientes para garantizar dos veces la asistencia sanitaria básica para todos los habitantes de la tierra y reducir significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero, la voz solitaria del Papa Francisco sigue pidiendo silenciar las armas e invocar el coraje para favorecer caminos de paz. Continúa pidiendo un alto el fuego en Tierra Santa, donde a la masacre despiadada del 7 de octubre llevada a cabo por los terroristas de Hamas fue seguida y sigue siendo perpetrada por la trágica matanza en Gaza. Sigue pidiendo silenciar las armas en el trágico conflicto que estalló en el corazón de la Europa cristiana, en Ucrania destruida y atormentada por los bombardeos del ejército ruso agresor. Continúa pidiendo la paz en otras partes del mundo donde los conflictos olvidados que constituyen las partes cada vez más grandes de un conflicto global se luchan con una violencia indescriptible.
El Obispo de Roma inicia el duodécimo año de su pontificado en una hora oscura, con el destino de la humanidad a merced del protagonismo de gobernantes incapaces de evaluar las consecuencias de sus decisiones y que parecen rendirse ante la inevitabilidad de la guerra. Y con lucidez y realismo dice que «el que ve la situación, el que piensa en el pueblo, es más fuerte», es decir, «el que tiene el coraje de negociar», porque «negociar es una palabra valiente», de la cual no debería avergonzarse. El Papa Francisco, desafiando los malentendidos de quienes están cerca y lejos, continúa poniendo en el centro el carácter sagrado de la vida, estando cerca de las víctimas inocentes y denunciando los intereses económicos sucios que mueven los hilos de las guerras encubriéndose en hipocresía.
Una mirada rápida a estos últimos once años de historia nos hace comprender el valor profético de la voz de Pedro. La alarma, lanzada por primera vez hace dos décadas, sobre la Tercera Guerra Mundial a pedazos. La encíclica social Laudato si’ (2015), que mostró cómo el cambio climático, las migraciones, las guerras y la economía que mata son fenómenos interconectados entre sí y solo pueden abordarse a través de una mirada global. La gran encíclica sobre la fraternidad humana (Fratelli tutti, 2020), que indicó el camino para construir un mundo nuevo basado en la fraternidad, quitando una vez más cualquier coartada al abuso del nombre de Dios para justificar el terrorismo, el odio y la violencia. Y luego la referencia constante en su enseñanza a la misericordia, que teje todo el tejido de un pontificado misionero.
En sociedades secularizadas y «líquidas» sin certezas, nada se puede dar por sentado y la evangelización – enseña Francisco – parte de lo esencial, como leemos en Evangelii gaudium (2013): «Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un papel fundamental el primer anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. […] La centralidad del kerigma requiere algunas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvador de Dios antes que la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posee algunas notas de alegría, estimulación, vitalidad y una plenitud armoniosa que no reduce la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto requiere del evangelizador ciertas disposiciones que ayuden a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condene”.
El testimonio de la misericordia representa, pues, un elemento fundamental de este «amor salvífico de Dios» que es «previo a la obligación moral y religiosa». En otras palabras, aquellos que aún no han entrado en contacto con el hecho cristiano, como ya observó lúcidamente Benedicto XVI en mayo de 2010, difícilmente se sentirán impresionados y fascinados por la afirmación de normas y obligaciones morales, por la insistencia en las prohibiciones, por las detalladas listas de pecados, condenas o apelaciones nostálgicas a los valores del pasado.
En el origen de la acogida, de la cercanía, de la ternura, del acompañamiento, en el origen de una comunidad cristiana capaz de abrazar y escuchar, está el eco de la misericordia vivida y buscada, a pesar de mil limitaciones y caídas – devolver. Si leemos con estos ojos los gestos del Papa, incluso aquellos que provocaron en algunos las mismas reacciones de escándalo que provocaron los gestos de Jesús hace dos mil años, descubrimos su profundo poder evangelizador y misionero.
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